Qatar es una de Spielberg

Spielberg camina por González Catán. Ya es Spielberg. O sea, ya filmó E.T., Tiburón, la Lista de Schindler. Es de noche y hace calor. Entra al Maylen, un barsucho de sillas de plástico, manteles de hule, inodoros vomitados. Suena cumbia. Spielberg se sienta a la barra. Pide una beer. El Morcilla, dueño del Maylen, le sirve. Spielberg le cuenta que desde hace días está en la Argentina y que, oh my God, quedó maravillado con el soccer y la pasión que despierta. Por eso mismo, le dice, se le ocurrió una gran historia. Spielberg suele hacer eso: entrar a un bar, hablar con algún extraño y comentarle alguna de sus ideas para ver qué le dicen. Así arma sus guiones.

Así que esta noche le narra su próximo guión al Morcilla: un país tercermundista y mitológico como la Argentina, lleno de pobreza, desocupación, deuda externa, el Che, el mate, el Obelisco y Mi Buenos Aires querido, juega una final contra un país europeo y glamoroso. Podría ser Francia, dice Spielberg, la tercera economía más grande de Europa, los quesos, los chocolates, De Gaulle, la torre Eiffel y La Vie en Rose. El partido será en un terreno neutral: un lugar muy lejano, imagina Spielberg, como escapado de Las Mil y una Noches, lleno de alfombras voladoras y genios de botella, de camellos y turbantes, de jeques y esclavos muertos en la construcción de faraónicos estadios.

La última escena, sigue Spielberg, será de las más épicas y recordadas de toda la historia del cine. Habrá un jugador, el más fantastic player of the world, que perdía final tras final tras final, pero que ese glorioso día terminará consagrándose ante los ojos del mundo entero. "Te lo aseguro, my friend: vas a llorar más que con E.T. y la Lista de Schindler".

El Morcilla repasa la barra con un trapo mugriento.

-Vos tomaste de la buena, capo.

Spielberg no entiende.

-Que eso es una poronga... ¿Quién se lo va a creer?

Pasó un año. Acá estamos en los cines. Todavía incrédulos. Emocionados.